Edición Octubre-Diciembre 2013 / Volumen 11-Número 4

Los caraqueños llamamos pana o panadería al mejor amigo. De pan, ese alimento tan primigenio, tan del alma, cuyo aroma sentimos aun en ausencia.

Regresaba Benjamín de unas conferencias que había dictado en México, país al que le encantaba ir por encontrarse allí como en casa, rodeado de buenos amigos. Mi primera pregunta, al encontrarnos en la consulta del Hospital Oncológico, fue: “¿Qué tal, Benji?, ¿Cómo te fue por México”. Me sonrió y me dijo, orgulloso: “Gané el concurso: quedé en primer lugar”. Lo miré sorprendida. ¿Cuál concurso?, ¿No ibas a dar unas conferencias? Respondió: “Si, pero al final del curso hubo un certamen de canto y ¡quedé en primer lugar!”.

Ese era Benjamín: el hombre capaz de dictar unas conferencias de altísimo nivel y luego ponerse a cantar boleros, con la misma facilidad, con la misma pasión.

Estudió dermatología en el Hospital Militar de Caracas y pronto se incorporó a trabajar en el Servicio 
de Dermatología del Hospital Oncológico Luis Razetti de Caracas, para aquel entonces dirigido por Gilberto Castro Ron. A aquel equipo tuve la fortuna de incorporarme algunos años más tarde. Fuimos por el mundo como los tres mosqueteros, unidos por una pasión: la criocirugía.

Benjamín era un gran conferencista porque habló desde su experiencia, de lo que amaba y estudiaba. No se inventó especialidades ni habló jamás de ningún otro tema. El secreto de un platicante exitoso. Nadie sabía más que él. Enseño con cariño y desprendimiento.

Pronto tomó el relevo y dirigió el Servicio, manteniéndolo vivo y dinámico a pesar de las vicisitudes tan propias de los sistemas sanitarios latinoamericanos. No sólo tomó el testigo. Superó al maestro, como es ley de vida. Llevó el manejo de los tumores vasculares a niveles nunca antes vistos: combinó tratamientos con laserterapia, manejó –conjuntamente con el Dr. Leandro Fernández del laboratorio de ecografía avanzada vascular– las grandes malformaciones vasculares con infiltraciones dirigidas por ultrasonido. Su capacidad de inventiva era infinita. Era un hombre de una gran creatividad, inquieto. Un artista. Un hombre tremendamente serio en todo lo que emprendía.

Por mi parte, aprendí mucho de Benjamín. Aprendí que los pacientes tienen nombre y apellido, y tías y abuelos, y que provenían de lugares geográficos de Venezuela que desconocía. Su memoria era asombrosa: recordaba todo lo imaginable sobre un paciente aún años después de haberlos tratado como médico. Los saludaba siempre con afecto, preguntándoles por los detalles más increíbles: las galletas que preparaba la abuela, los mangos que recogía en su conuco.

Aprendí que no hay listas de pacientes sino las ganas de resolver problemas, siempre y con buena cara.

Aprendí que se puede trabajar en un hospital oncológico y ver a los pacientes irse con una sonrisa en la boca por el chiste que el doctor les acababa de contar.

Porque la risa de Benjamín es algo que sus amigos llevaremos siempre en nuestros corazones. Era un manantial que brotaba continuamente y en las situaciones más inesperadas. Los años transcurrían y yo, por mi parte, no dejaba de caer por inocente ante sus bromas. Se divertía en desmontar mis vanos intentos de solemnidad, los cuales desbarataba con unas ocurrencias que me hacían desternillar de la risa.

La noticia de la muerte de Benjamín me llegó mientras me encontraba haciendo el Camino de Santiago. Aquella etapa la transité con la tristeza del que continúa un camino con un vacío que pesa, un espacio que no se rellena. Pensé en Ileana, su extraordinaria y leal esposa, a quien amó con locura hasta el final de sus días.

Al día siguiente, al salir del pueblo de Los Arcos (Navarra), escuché el sonido de un cornetín que emitía la megafonía del campanario de la iglesia de Santa María. Era una marcha fúnebre. Me detuve en acto de respeto y, solemne, recordé a mi amigo con lágrimas en los ojos. Repentinamente, la voz del cura apareció entre sonidos e invitaba a dirigirse al mercadillo a comprar ropa interior, calcetines y hortalizas para luego dar la lista de los locales fallecidos. La comicidad de la situación nuevamente me agarró de sorpresa y entonces, como suele ocurrir en aquella ruta sagrada y milagrosa, escuche la carcajada cristalina y sonora de mi pana Benjamín que se despedía de esta gran comedia que llamamos vida.

Dra. Paola Pasquali
Coordinadora del Servicio de Dermatología
Pius Hospital de Valls, Tarragona
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